Como no sé conducir, esta noche conduzco un Bentley T2 porque me da la gana. Me he echado a
las carreteras rurales y a mí casi se me echa encima un grupo de liebres que no
sé qué buscan.
De momento se han quedado pasmadas con los faros delanteros de
mi coche. El destello rojo e hipnotizado de sus ojos me
resulta inquietante. Sin embargo, contrasta con el encanto de sus orejas
larguísimas en forma de cucharas artesanas gigantescas.
Este encuentro se produce en la carretera ondulante
pegada al bosque. Las liebres asaltan la noche y mi coche. Sin consultarme,
desfilan hacia la parte de atrás y comienzan a brincar en el asiento.
“¿A dónde queréis ir, liebres?”, inquiero intentando tomar
el control de la situación.
Las liebres resultan ser tan escandalosas como educadas y
muestran su gratitud por no haberlas confundido con conejos.
“Muchos creen que somos conejos porque formamos uno de
los pocos grupos sociales de liebres que existen. De todos los grupos de
liebres, el nuestro es el más agradable y festivo”, proclaman algunas de ellas, hocico
en alto.
Cantan y recitan de manera caótica, un oleaje de algodón plateado
que se mece al ritmo de las curvas del camino. Improviso una ruta hasta el pueblo
más cercano. Sé que allí se celebra una verbena de verdad: con guirnaldas de
luces de colores y una orquesta pequeña pero digna.
El Bentley T2 derrama liebres ansiosas en la animada
plaza mayor. Se arrojan sobre el ponche, desacompasan a los bailarines e invaden el escenario para morder la madera
del acordeón y el violoncelo. Las luces de colores tiemblan y los músicos se cabrean.
Expulsan a las liebres de la verbena y del pueblo.
Tengo sentimientos encontrados de vergüenza y lástima por
ellas.
Las llevo de vuelta al lugar donde las encontré. Me regalan
una sentida serenata para compensarme.
Les correspondo con una pequeña sesión de luces
delanteras. Debo marcharme pero se han ensimismado tanto mirando que no sé cómo
despedirme de ellas.
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